07 agosto 2010

La chica de la bicicleta


La chica de la bicicleta

Alguien dijo que las bicicletas son para el verano y, aunque no sea éste el caso de las bicicletas en Palma (Mallorca. Illes Balears), en Sevilla (España) Brujas o Gante (Paises Bajos) en que las bicicletas son para todo el año, sí que esta historia de bicicleta se produce en verano, en una serie de veranos consecutivos y no.



La primavera la sangre altera y el verano la deja ardiente. Desde tiempo inmemorial los veranos en Portocolom, el puerto natural cerrado más grande y bonito de Mallorca (ya no más destrucción) siempre me han proporcionado la obsesión platónica y fantástica por una mujer. La playa, sus cuerpos insinuantes, morenos de sol y bañados de mar,...





Hace 30 años
Primero, hace treinta años, fue Paloma, una rubia italiana mayor que yo en edad, aunque menor en estatura y peso, que nos llevaba en vilo a todos los hombres de la playa de 16 a 76 años. Llegaba a la playa con un pareo transparente que quitaba cuando alcanzaba su hamaca reservada, quedando, rubia clara de ojos azules casi blacos, piel morena, enfundada en un diminuto biquini de tela, que imitaba la piel de leotardo, cuya cintura se aguantaba en ambos laterales mediante dos grandes aros dorados, que dejaban al desnudo la parte interior del aro, parte que correspondía a las dos zonas laterales de su cintura-inicio de la pierna. Inmediatamente quitaba su top del biquini y descalza, muy ligeramente cubierta, se desplazaba por la arena de la playa mirándonos a todos, con mirada seductora y convencida de su poder de seducción. Recuerdo un día en que un hombre mayor tomaba un aperitivo en el chiringuito de la playa y se le acercó con su plato de mejillones: “Paloma, ¿quieres un mejillón?”. “No, muchas gracias” le contestó con su castellano con acento italiano a lo Rafaela Carra. Había venido con su hermana, su cuñado y varios sobrinos de estos y de otro hermano que no había venido a Mallorca y se había quedado en Italia; como tampoco había venido su marido, el de Paloma. Casi a diario iba a la caseta del chiringuito a llamar, por teléfono a su marido (en aquel tiempo aún no existían los teléfonos móviles y el teléfono del chiringuito era el único existente en la playa). Entonces iba cubriendo su cuerpo con la toalla de la playa, ¿por qué lo haría si siempre estaba sin el top de su biquini?, era como si la presencia, a distancia, del marido le incitara al pudor y recato. Dejaba la puerta entreabierta, hablaba aguantando el teléfono con una mano y con la otra se aguantaba la toalla cerrada a la altura del pecho, mientras hablaba, nos miraba y sonreía seductora. En una ocasión se le cayó la toalla dejando sus pechos al descubierto, como en realidad estaban la mayoría del tiempo, pero ella hacía grandes aspavientos como si fuese un hecho imperdonable y a mi me producía una sensación excitante como si fuera la primera vez que le viese aquellos pechos pequeños, morenos, perfectos. Cada nuevo día esperabas que fuera como el anterior y así sucedía. Cada nuevo verano esperabas que también vinieran “los italianos” y, con ellos, Paloma. Y así sucedió durante cuatro o cinco veranos. Posteriormente ya sólo vinieron los sobrinos, pero ya no vinieron ni Paloma, ni su hermana (por cierto, seria, sin top less y sin picardía en los gestos y la mirada), ni su cuñado. Ahora hace unos años que ni los sobrinos vienen a pasar los veranos a “Es Port” (de Felanitx).



Hace 20 años.
Pocos años después “mi mujer ideal (del verano)” fue Montse, una joven y muy guapa mamá catalana, morena de ojos claros y cabello oscuro. Como Paloma venía “de fuera” a disfrutar sus veranos a Es Port. Nadaba perfectamente y rápidamente como una nadadora de competición. Sus hijas, de pocos años, jugaban con mis hijos en la playa, lo cual nos hizo como amigos, de estos que lo son por ser padres de hijos amigos. Al tercer día de que los niños jugaran como amigos me saludó como si fuéramos conocidos y amigos de toda la vida. Este saludo y familiaridad dio paso a que, los días sucesivos, mientras los niños jugaban y ella no nadaba como una nadadora profesional habláramos, sentados en la arena, como amigos de siempre, lo cual, a mi, me producía una sensación muy agradable. Y cada nuevo verano reanudábamos la amistad veraniega, aunque no supiéramos ni direcciones, ni teléfonos, ni lugares de trabajo, ni nada del otro del resto del año. Esto ocurrió tres o cuatro veranos consecutivos hasta que un verano, las hijas ya un poco mayores vinieron, sin su madre, a vivir a casa de unos familiares, y a la playa con su grupo de amigas habitual. Nunca más volví ni a ver ni a saber nada de Montse.



Hace 10 años
Hace unos diez años, mi modelo platónico femenino del verano cambió radicalmente. Venía, a la playa, un grupo de tres, cuatro o cinco, según los días, chicas jóvenes entre las que destacaba Carmen. Venían y tendían sus toallas en grupo, se sentaban y hablaban, en muy pocas ocasiones se tendían a tomar el sol, luego iban al mar y jugaban salpicándose, persiguiéndose, haciéndose ahogadillas, algunas veces con una pelota,... Formaban una imagen de juventud, belleza y juego dinámico femeninos en grupo, grupo en el que destacaba Carmen. Imagen de la que resultaba muy dificil abstraerse. En algunas ocasiones en que yo miraba, absorto, al grupo en su juego juvenil y femenino, me encontraba la mirada fija, desafiante, con una cara alegre y risueña, como quien dice: “¿Qué estás mirando tú? ¿Qué pretendes tú?” y los dos aguantábamos la mirada por unos segundos. La suya no sé que expresaba, pero sé que no expresaba ni enfado ni molestia ni agresión reactiva. La mía tampoco sé que expresaba, pero sé cuál era mi sentimiento y emoción: admiración, cariño, deseo e impulso refrenado por lo público de la situación, por la diferencia abismal de edades y porque nunca habíamos establecido ninguna comunicación excepto esta no verbal. Carmen era, es, alta y delgada, aunque no flaca, con formas perfectas de mujer alta y delgada. Llevaba un biquini pequeño, lo cual unido a su morfología, hacía que mostrara una importante longitud de cuerpo, cintura, entre el principio de su slip y el final de su top, así como unas largas piernas, brazos y cuello; se le adivinan unos pechos pequeños morenos perfectos. De cabello negro como el betún negro, dientes blanquísimos en una boca de finos labios de amplia y agradable sonrisa. Sus ojos verdes muy claros. En estas contadas ocasiones en que te mantiene la mirada, con pícara sonrisa, te cautiva.
Algunos días llegaba a la playa sola, sin sus amigas. Estos días resultaban una comunicación no verbal intermitente e incomprensible. Cada uno en su toalla a una cierta distancia, en ocasiones mirando en dirección al otro/a, en otras en otra dirección; con movimientos de aproximación interrumpidos como por un despiste. En este tiempo yo no sabía como se llamaba y nunca nos habíamos dirigido la palabra, aunque yo conocía su timbre y acento de voz muy “felanitxeros” porque la había oído hablar con sus amigas.
Poco después de su descubrimiento en la playa coincidimos en otro tiempo y lugar: Por las tardes cuando el sol ya no castigaba tan fuerte yo estaba “a la fresca” sentado en el balcón de casa, un primer piso bajo, leyendo y viendo la gente que pasaba, y cual no fue mi sorpresa cuando un día la vi pasar en bicicleta y, al cabo de unos minutos, en sentido contrario, de vuelta y, dado que no sabía como se llamaba, para mi fue “la chica de la bicicleta”. Uno de los primeros días miró hacia el balcón y, como en la playa, nuestras miradas se cruzaron por un instante y desde este día cada día que coincidimos, que fueron la mayoría de los del verano.
Pasados unos años cuyos veranos se parecían mucho, en el nuevo ya no coincidimos en la playa, aunque sí en sus paseos en bicicleta y mi balcón, pero junto a su bicicleta iba otra bicicleta montada por un chico que resultaba como una especie de su antípoda, un género diferente, más bien gordito y bajito, rubio, de ojos azules. El hecho de ir acompañada por un chico no le impidió el cruce habitual e instantáneo de miradas, aunque el chico también me miraba y su mirada era bastante más prolongada y menos emocionante que la de Carmen.



Hoy
Hace unos tres veranos que ya no la he vuelto a ver nunca, ni en la playa ni montada en su bicicleta. Tampoco al chico que la acompañaba en los paseos en bicicleta.
Hoy, poco antes de comer, he tenido que ir a buscar nuevas provisiones de alimentos. Justo antes del cruce que debía coger para llegar al supermercado he visto, en la acera del otro lado, una chica que iba empujando un cochecito de bebé, me ha parecido ella. Cuando el coche se acercaba he constatado que efectivamente lo era. Justo cuando íbamos a cruzarnos, como por un resorte, como por un milagro, me ha mirado, directamente, a los ojos.
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